jueves, 6 de noviembre de 2008
No generalicemos
Reconozco la inconstancia de mis ideas y mi extrema susceptibilidad a la persuasión; es decir, me dejo convencer pronto y sin demasiado esfuerzo. De ahí mi incapacidad para discutir, porque enseguida empiezo a pensar que mi interlocutor tiene algo de razón. Sánchez Ferlosio observó en una entrevista lejana que nadie convence a nadie, pero el comentario no es exacto: lo cierto es que nadie confiesa que le han convencido, aunque haya sido así; si uno es medianamente razonable, empezará a rumiar las razones del otro en cuanto acaba el intercambio. Por el contrario, a mí me sucede lo que a De Quincey (Los oráculos paganos y otras obras selectas, Valdemar): "Y el punto de arranque de mis impertinentes preguntas fue exactamente mi incapacidad para ser escéptico, no ese celo latente de que algo debe ser falso, sino la confianza demasiado absoluta de que todo ha de ser verdad". A lo que voy es a que mi tendencia a la contradicción me lleva a pensar que a los demás les pasa algo parecido. Por eso las generalizaciones son tan odiosas: si ni siquiera puedo afirmar "pienso así", ¿cómo voy a poder decir "x piensa así", y mucho menos "un país entero piensa así"? Sin embargo, la comunicación depende de generalizaciones de esa naturaleza: "los americanos piensan esto", "los europeos son aquello". ¿Quién nos ha concedido el privilegio de ser intérpretes de la voluntad ajena, y no de una o dos, sino de millones de personas? Disculpemos pues, las inexactitudes, porque si no, como concluye el Tractatus, solo nos queda el solipsismo de los filósofos.
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Un día de campo
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1 comentario:
A esta entrada solo puedo hacer un comentario: la excepción confirma la regla.
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