El sábado pasado compré la edición de fin de semana del Financial Times para tener una versión informada del crash. El resultado fue decepcionante por tautológico (o porque no entendí nada, que también puede ser), ya que los análisis se limitaban a contar lo que había pasado, cuando esa es una de las pocas cosas que han quedado claras. Y uno se pregunta: “pero estos listos, ¿dónde estaban antes de la hecatombe?”. Lo más divertido fueron las cartas al director, ilustradas con una foto de Stalin, en las que se acusaba de epígonos del dictador al Secretario del Tesoro y al pobre Bern Bernanke (¿os habéis preguntado cómo debe de ser la vida cotidiana de este hombre? Confieso que yo lo he hecho montones de veces: ¿qué hará para dormir? ¿Sabrá desconectar de su trabajo? ¿Hará la compra?). Me resultaron simpáticas las cartas, como las declaraciones de aquellos piratas que antes de la ejecución se negaban a arrepentirse de nada. Lee uno luego a Vargas Llosa en El País, y le sobrevienen sentimientos encontrados: no sé por qué, pero la vocación indesmayable de este hombre resulta fascinante: se parece a la defensa de un paradigma obsoleto que, en lugar de admitir que ya no vale porque la realidad se empeña en desmentirlo una y otra vez, todo lo soluciona con parches ad hoc e insiste en explicar las incongruencias como excepciones particulares: “No, no es que el sistema no funcione, porque el sistema funciona ex hypothesi, sino que en este caso coincide que…”.
Lo más interesante, sin embargo, eran los anuncios: casas semiderruidas en Mallorca o en la Provenza que seguramente nadie querría gratis, pero que, al parecer, compraríamos si tuviéramos cinco millones de euros. Lo que dice mucho de las expectativas de quien ha comprado el periódico: estoy seguro de que los nababs de turno (me encanta, me encanta esa palabra) no compran sus casas abandonadas a través de esos anuncios, pero es eso lo que los aspirantes se imaginan que hacen los ricos. El hecho de que uno compra el periódico en el que se reconoce se ve confirmado (si es que alguien lo ponía en duda) en los anuncios personales de The New York Review of Books: nunca habría dicho que la gente intentaría ligar con el currículo, pero ahí está; los anuncios no ofrecen promesas de sofisticados placeres, sino perfiles de la Costa Este. Mi preferido, uno que pretende ligar ¡diciendo que es aficionado a Joyce! El anuncio termina con un aviso revelador: “Abstenerse republicanos”. La monda, vaya.
miércoles, 24 de septiembre de 2008
miércoles, 17 de septiembre de 2008
La broma infinita
Todavía no he leído La broma infinita, porque lo reservaba para unas larguísimas e improbables vacaciones, pero incluyo en mi lista de libros Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer y Hablemos de langostas, de David Foster Wallace. Una triste noticia.
Mammon
A propósito de las convulsiones del sistema económico, y en respuesta a ciertas críticas que recibí por el comentario del 7 de junio , me gustaría aclarar algunos malentendidos: en economía, como en cualquier comercio de símbolos, los ciudadanos no tratan con hechos, sino con percepciones. El capitalismo no es un sistema económico, sino una profesión de fe (o, si se prefiere, un juego) y, como tal, no se basa en estados de cosas, sino en la confianza de los participantes; el escepticismo, pues, acabaría con la partida ("Dios no existe", "no juego más"). Los ciudadanos confían en sus ídolos (gobiernos, bancos centrales, instituciones varias) y lo hacen ciegamente, hasta el punto de que es preciso cierto grado de reflexión para darse cuenta de que el dinero (y las reservas con que los bancos centrales lo respaldan), en realidad no vale nada, purito humo y apacentarse en viento. Así que (y ahora vuelvo a la actualidad) lo que ocurre ahora no es que hayan empeorado las condiciones objetivas en las que se desenvolvía el sistema, sino que se ha abierto una grieta en la confianza de los participantes, asomados abruptamente al abismo de la nada que lo sostiene.
miércoles, 3 de septiembre de 2008
Enorme masa de información pegajosa
A propósito de la 'masa pegajosa' que mencionaba en el comentario del otro día, el título de esta entrada coincide con el de una columna de Soledad Gallego acerca de Chernóbil. En el artículo, Sol Gallego decía que, debido al exceso de información contradictoria sobre el accidente, todavía hoy resulta imposible saber con exactitud el número de víctimas, y que esa confusión sobre un hecho conocido y estudiado impedía al ciudadano formarse una opinión exacta sobre la realidad y tomar decisiones correctas, o por lo menos racionales. Este fenómeno es cada vez más frecuente: uno ya no sabe si el calentamiento global existe o no, por ejemplo, o si la subida del precio de los alimentos se debe a la mera especulación, al auge de los biocombustibles o al hecho natural y terrible de que necesitamos comer para vivir. El caso es que este exceso de información es más dañiño que su ausencia, porque te hace pensar que sabes algo, que dispones de información suficiente para juzgar con criterio, cuando no es así. Pero hay otro aspecto todavía más retorcido del asunto, y es que, después de haber visto y leído montones de noticias sobre un suceso, ciertos datos parecen ocultarse deliberadamente al escrutinio del lector atento; por ejemplo, podría decir aproximadamente cuántas víctimas hubo en el 11-S, pero no cuántas causó el Katrina; la cuestión es que esos datos no son secretos, y seguro que están disponibles en alguna parte, pero nadie los recuerda; es una censura sutil, pero censura, sin duda.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Un día de campo
Por aquí suelo pasear
Un día de campo
Esto está cerca de mi pueblo